Julio Florencio Cortázar Descotte nació en Bruselas, en 1914.
Hijo de argentinos, a los cuatro años se mudó a la
Argentina, y se radicó en Mendoza.
Fue un renovador del género narrativo, especialmente del cuento breve,
tanto en la estructura como en el uso del lenguaje.
Vivió en París la mayor parte de su vida y se nacionalizó francés, como protesta ante la toma del
poder de las diferentes juntas militares en Argentina, es un autor
argentino plenamente integrado en la literatura hispanoamericana.
Murió en Paris en 1984.
Su obra:
Cuentos: La otra orilla, Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Octaedro, Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas, Queremos tanto a Glenda, Deshoras.
Novelas: Los premios, Rayuelas, 62 Modelo para armar, El examen, Divertimento, Diario de Andrés Fava (obra póstuna).
Misceláneas: Historia de cronopios y de famas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round, Los autonautas de la cosmopista, Papeles inesperados.
Teatro: Los reyes, Nada a Pehuajó, Adiós Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).
Poesía: Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo.
La salud de los enfermos
de Todos los fuegos el fuego
Cuando
inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de
pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de
acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A
Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los
alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por
ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se
le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían
todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que
le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era
necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma,
pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto;
la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era
grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante
capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al
doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico
vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que
entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había
tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se
quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el
Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no
le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue
preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de
la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la
hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y
quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba
moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había
preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella,
ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el
atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave,
y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si
no le hubiese pasado nada.
Con
Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado
en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en
casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía
siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá
ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le
había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a
mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente
herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del
doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas
primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá.
Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de
Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba
dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en
su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de
Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la
pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío
Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente
a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor
donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía
Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella.
Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas,
empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer
el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado
el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que
pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus
breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al
primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales
no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de
tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá
le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar
sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que
llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le
hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato.
Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de
Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo
trajo y quien brindó con mamá.
La vida
de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo
posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de
Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como
todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con
María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo,
explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su
hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de
mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado
como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró
bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los
diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por
suerte a mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a
cada rato había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra
viento y marea y así les iba.
María
Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para
los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi
hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y
eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y
Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María
Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro
de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así,
el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada.
Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino
el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío
Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y
todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La
familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía
que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se
había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la
cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los
vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía
agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el
café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre,
y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era
filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las
estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían
rodado por todo el mundo.
–Les
pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí
y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una
más...
Al otro
día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo
iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le
explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y
del premio que había sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le
dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que
estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo
escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se
levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las
pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda.
Nada era
fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia
llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que
desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que
hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no
podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse
de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no
estuvieran con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y
Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha.
Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese
cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban
de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como
la calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura
porque mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se
casarían apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro
contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada
momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se
mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño,
pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa
forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que
tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían
un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella
cuando venía.
–Tenés
razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la
merece, creeme.
–Mirá
quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá
también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de
Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco.
Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó
aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas y
vueltas paladeándolo.
–Los
muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada importancia–.
Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera
atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro
que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no
se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero
te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno,
está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el
respeto.
–Es muy
raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo
raso–. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah,
pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así
ni una sola vez?
–A lo
mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga...
¿cómo te dice?...
–Es un
secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa
ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le
preguntaron.
–¿Qué
querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá
se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los
cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo
mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran
oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que
se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la
respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si hubiera estado
pensando mucho cada frase.
–Vaya a
saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una
lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y
está tan contento.
Mamá
siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le
hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro
tenía que pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba
a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la
distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto con buenas
noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que
miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria.
"Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin
que mamá la viera.
–Mirá –le
dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de
dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa
plausible, o al final se dará cuenta.
–Qué sé
yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje
contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar
en...
–Nadie
habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan.
Está en la familia, che.
Mamá leyó
sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de
conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica.
Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que
Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires. María
Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento en
que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que
todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y
cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que
viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si
mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos
consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar
el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la
cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la ventana del balcón,
al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate
que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se
decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido
afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo
miró como si no comprendiera.
–Hoy
telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro.
Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué
no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque
tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María
Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo
así.
–¿Fractura
de tobillo? –dijo mamá.
Antes de
que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El
doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas
largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche.
Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a
Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien,
vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la
cabeza.
–Escribile
vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa
obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba
a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras
escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que
mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los
abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en
otras cosas.
Alejandro
contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido
contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y
le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas
semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo
malo era que su trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento,
y...
Carlos,
que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba
como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo
de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del
doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno
–dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha
pasado nada serio.
–Claro
–dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María
Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de
Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le
habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en
seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó si no le podían dar
unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La
primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la
sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que
había oído.
–Por
favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
—No me la
imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo
que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el
fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía
Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de
ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María
Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que
acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios
sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba.
Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese
jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa
estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le propusieron
una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de
inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Rque le parecía eso
formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
—Alejandro
fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés
razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel
día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la
pena, hermana.
–Oh, sí,
no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las
chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
—Y
Alejandro, con tanto porvenir.
—Ah, sí
–dijo mamá.
–Fijate
nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le
contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la
noticia de la renovación no te va a gustar.
–Ah, sí
–repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya
sabe.
Pepa
escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero
convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar
contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de
que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba
muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una
quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La
Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había
ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y la
salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla;
tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía
el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se
ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto
dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por
María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las noticias de
Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente
y atenta y alejada.
Fue en
esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el
Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no
se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque
se acostumbró a inventar en el momento. Al principio acompañaba los
inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que eso podía
traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no
parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco
la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una
ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba
convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no
hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera
pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la
situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios.
–¿Con el
Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico—. Esperemos que
el buen sentido de los estadistas…
Mamá lo
miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró
levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras
veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía
Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con
tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que
en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el
diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la
dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían,
pero tío Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y
a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta
de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia,
Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en
persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto
bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para
llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia
fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la
llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos
autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia
estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala
impresión, sabés.
—Oh, con
unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada
estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla
a la quinta.
–¿Sí? Es
raro, nunca me lo dijo.
—Por no
afligirte, supongo.
–¿Y
cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no
sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había
aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos
días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se
turnaba con tío Roque para acompañarla)
—Me
pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos,
por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
—Sí, pero
lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro
que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita;
ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá
a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa
telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que
todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse.
El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me
gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por
favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes
posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo?
–dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo,
al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia
estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a
una niña traviesa.
–Mamita
tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche
mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se
pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían
decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1
teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la conversación, y por
suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el médico de
Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos
estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y
vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá
–dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su
tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si
tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos,
imaginate...
–Allá él
–dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir
a verla.
–¿Pero
cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es
grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le
escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que
debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico
de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la
situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a
mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería
a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno
de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor,
miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es
absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una
escena más o menos...
–Entonces
llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los
secaba con la servilleta.
–Qué
querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como
esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa
la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no
podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia…
–Mirá,
ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío
Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu
madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a
vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque
Alejandro la nombra en todas sus cartas.
–No se
trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no
se hacen, y se acabó.
A Rosa le
llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura
los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una
nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas
de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los
exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire
del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la
quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que
se fue Clelia, y mirá vos...
María
Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María
Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de
la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que
le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la
espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna
reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron
charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le
ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también
Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió
de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y
seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que
renunció a encontrarle explicación a menos de aceptar lo que nadie quería
aceptar.
–Ya
veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese
caso...
Pero mamá
no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía
Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se
volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y
tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera con La Razón
para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampoco
parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más
que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse
de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan
a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro
porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de
siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los
abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del
hilo era tan simple y cotidiano como para tío Roque seguir leyendo falsos
telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o noticias de fútbol, o para
Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los
paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante
los últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia
tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y
que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando
ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
–Qué
buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no
sufriera.
Tío Roque
estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de
tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María
Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto
cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo
esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia
necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera
que iba a decir algo más.
–Ahora
podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque
iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó
violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor
no molestarla.
Tres días
después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre
preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido,
la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de
golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había
estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de
mamá.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario