Mario Benedetti nació en Uruguay en 1920.
Fue
escritor, dramaturgo, ensayista y poeta. Integró la Generación de 45,
junto a Ideal Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros.
Falleció en Montevideo, Uruguay, en 2009.
Su obra:
Cuentos: Esta mañana y otros cuentos, El último viaje y otros cuentos, Montevideanos, Datos para el viudo, La muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia, La casa y el ladrillo (compilación de versos y cuentos, La vecina orilla, Geografías, Recuerdos olvidados, Despistes y franquezas, Buzón de tiempo, El porvenir de mi pasado, El otro yo, Los pocillos, Almuerzo y duras, Esa boca, El parque esta desierto, Historias de París, Triángulo isósceles, Tan Amigos, La noche de los feos.
Drama: El reportaje, Ida y vuelta, Pedro y el Capitán, El viaje de salida.
Novelas: Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, El cumpleaños de Juan Ángel (Novela escrita en verso, Primavera con una esquina rota, La borra del café, Andamios.
Poesía: La víspera indeleble, Sólo mientras tanto, Te quiero, Poemas de la oficina, Poemas del hoyporhoy, Inventario uno, Noción de patria, Cuando eramos niños, Próximo prójimo, Contra los puentes levadizos, A ras de sueño, Quemar las naves, Letras de emergencia, Poemas de otros, La casa y el ladrillo, Cotidianas, Ex presos, Viento del exilio, Táctica y estrategia, Preguntas al azar, Yesterday y mañana, Canciones del más acá, Las soledades de Babel, Inventario dos, El amor, las mujeres y la vida, El olvido está lleno de memoria, La vida ese paréntesis, Rincón de Haikus, El mundo que respiro, Insomnios y duermevelas, Inventario tres, Existir todavía, Defensa propia, Memoria y esperanza, Adioses y bienvenidas, Canciones del que no canta, Testigo de uno mismo
Ensayo: Peripecia y novela, Marcel Proust y otros ensayos, El país de la cola de paja, Literatura uruguaya del siglo XX, Letras del continente mestizo, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Notas sobre algunas formas subsidiarias de la penetración cultural, El desexilio y otras conjeturas, Cultura entre dos fuegos, Subdesarrollo y letras de osadía, La cultura, ese blanco móvi, La realidad y la palabra, Perplejidades de fin de siglo, El ejercicio del criterio, Vivir adrede, aniel Viglietti, desalambrando.
Jules y Jim
Fue un sábado de tarde, en plena siesta,
cuando sonó la primera llamada. Aun medio aturdido, había alargado el brazo
hasta el teléfono, y una voz masculina, ni demasiado grave ni demasiado aguda,
había inaugurado el ciclo de amenazas con aquello, después tan repetido, de:
hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima,
lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Esa vez la sorpresa no
le permitió decir ni hola ni quién habla, pero en la siguiente, también sábado
de tarde, logró al menos preguntar por qué, y le respondieron vos bien sabés, no
te hagas el imbécil.
Desde entonces se habían acabado para
Agustín las siestas sabatinas. Pensó en motivos políticos, comerciales,
amorosos. Pero ninguno le proporcionó una pista medianamente fiable. Su
actividad política en el 71 se había limitado a los comités de base y había
sido por cierto bastante floja. Compartía las preocupaciones y actitudes de
aquella linda y despierta muchacha, pero no aguantaba las fervorosas e
interminables discusiones hasta la medianoche, de modo que se hacía humo no
bien se presentaba una aceptable coyuntura. Es cierto que había aportado su
cuota, ayudado en lo que podía, pero nunca se consideró un auténtico militante.
Después del golpe, sencillamente se borró.
Por otra parte, su vida comercial no provocaba
envidias ni animadversiones. Había pocos empleados en la modesta ferretería que
heredara del viejo y nunca había tenido conflictos con su personal. Dos de los
empleados vivían también en Pocitos y más de una vez se habían encontrado e las
reuniones del comité barrial. Sólo que ellos se quedaban siempre hasta el final
de las discusiones, y al día siguiente en el trabajo, él no se animaba a
preguntarles a qué conclusión habían llegado, sencillamente porque nunca le
había gustado que la política se introdujera en la ferretería.
En el rubro mujeres, su soltería, que en el
filo de los cuarenta se iba volviendo inexpugnable, no le impedía un relación
casi estable con una antigua amiga de su hermana (la que ahora vivía en
Maldonado; casada con un dentista) cuya atractiva madurez había reencontrado
hacía casi cinco años durante un viaje a Buenos Aires. A partir de esa buena y
agradable vinculación con Marta, había renunciado a lo inestables y a menudo
riesgosos mariposeos de años atrás. De manera que tampoco ese sector privado
podía ser caldo de cultivo para resentimientos o chantajes.
En el ámbito familiar no había problemas.
Toda su parentela, no muy abundante, estaba repartida en ciudades pueblos del
interior: los tíos en Paysandú, la madre en Sarandí del Yi, las dos hermanas y
una sobrina en Maldonado. Raras veces bajaban a la capital, y él, por su parte,
casi sin darse cuenta, había ido espaciando las visitas.
Al principio no tomó en serio la nueva
situación. Se dijo que ya no eran los duros tiempos del 72 o el 73, cuando es
tas anomalías podían tener causas y pretextos muy diversas y hasta verosímiles.
Cabía la posibilidad de que fuese una broma, pero quién de sus pocos amigos
podía ser tan pesado como para mantener durante varias semanas un juego así de
oscuro. Un chantaje tal vez, pero qué enemigo podría ser tan sádico como para
molestarlo de esa manera impúdica y siniestra. Y además, quién podía ignorar
que la ferretería daba para vivir y nada más.
Lo cierto es que había decidido no abandonar
el apartamento en las, tardes de los sábados. Su lema personal, adecuado, a las
circunstancias, era que al sadismo de los amenazadores él correspondía con su
masoquismo de amenazado. Pero semejante tozudez tenía una lógica: si
desaparecía los sábados, la previsible respuesta del fantasma agresor
consistiría en trasladar la llamada intimidatoria para el martes o el viernes.
Así fue que el mundo empezó a tener otro
color y otro ritmo para Agustín. Por las mañanas, cuando concurría a la
ferretería, ya no usaba el auto. Aunque desde el comienzo había aceptado que si
alguien planeaba acabar con él, las precauciones estaban de más, de todos modos
había tomado algunas medidas primarias, elementales. Por ejemplo, viajar en
autobús. Caminaba una cuadra y media y tomaba el 121, que rara vez venía
repleto, o sea que viajaba cómodo. Le acompañaban sin embargo suficientes
pasajeros como para que el supuesto enemigo lo pensara dos veces antes de
emprenderla a tiros. Pero ¿por qué precisamente a tiros? Alguien podría
terminar con él, por ejemplo, en un ascensor, digamos el de su edificio, entre
el segundo y el tercer piso, o quizá viceversa, y como eso tampoco era
descartable, empezó a usar el ascensor sólo cuando lo compartía con otros
habitantes del inmueble. ¿Y si el autor de las llamadas fuera precisamente un
habitante del inmueble? Durante una semana bajó los ocho pisos por la escalera,
pero no le fue difícil admitir que, en ciertas horas de poco movimiento, una
agresión entre piso y piso podía no ser algo descabellado. De modo que volvió a
usar-el ascensor.
Carmen, la mujer que tres veces por semana
venía a cocinar y a hacer la limpieza, estaba con él desde el 70 y era de
absoluta confianza, pero así y todo le hizo discretas preguntas acerca de su ex
marido (hace más de un año que no sé nada de él, don Agustín) o de su hermano
(se fue a Australia, qué otra cosa iba a hacer el pobre, un obrero
especializado como él y aquí con los brazos cruzados). Por un viejo acuerdo,
Carmen no venía los sábados ni los domingos, de modo que nunca le había tocado
atender una de aquellas llamadas, y Agustín tampoco la había prevenido, tal vez
porque pensaba que ella podía asustarse y dejarlo plantado.
Por otra parte, Marta nunca venía al
apartamento. Agustín siempre había preferido concurrir al suyo, en el Cordón, y
aunque ella le preguntó por qué ahora venía sin el auto, él sólo invocó la suba
de la nafta. Después de todo, qué solucionaba transmitiéndole a ella su ansiedad.
No obstante, en una relación tan regular y sin rupturas como la de la casi
pareja que ellos constituían, cada cuerpo aprende a reconocer los desajustes y
tensiones del otro, aunque no medien gestos ni palabras, y eso fue precisamente
lo que detectó el lindo cuerpo de Marta. Él mencionó el trabajo, la crisis, los
acreedores, las mini devaluaciones, bah. Pero tres días más tarde y por primera
vez en cinco años, Agustín fue un fracaso en la cama, y aunque Marta apeló a
sus mejores reservas de comprensión y de ternura, él no osó decirle que sus
pensamientos frecuentemente andaban lejos de aquel busto y aquel pubis, tan
atractivos como de costumbre.
Ir y volver. Vigilar y sentirse vigilado. Se metía a veces en el
cine pero no conseguía concentrarse en la película, salvo que ésta se enredase
en amenazas y atentados, en crímenes y secuestros. Y cuando ello ocurría,
entonces le escapaba al desenlace, no quería saber si la víctima sucumbía o se
libraba.
En la ferretería, sólo una vez hubo una llamada
sospechosa. Le tocó a Luis, el cajero. Era una voz de hombre, preguntó por
usted, don Agustín, le dije que estaba atendiendo a una clienta, y entonces
comentó que no importaba, que lo llamaría como siempre a su casa, el sábado por
la tarde, pero no quiso dejar el nombre, me pareció un poco raro. Y él, que no
se preocupara, que ya sabía quién era, y el sábado a las tres y media la voz de
siempre llamó para decir su estribillo, hola Agustín te vamos a matar, no
sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a
matar, chau Agustín. Él nunca colgaba en primer término, dejaba que la voz
completara su mensaje, pero tampoco hacía preguntas, no quería que el otro lo
volviera a apabullar con aquel estrambote, vos bien sabes, no te hagas el
imbécil.
En tiempos pretelefónicos (como él los
llamaba para sí mismo, con extraña nostalgia), aquellas tardes en que no iba a
lo de Marta, llegaba al apartamento, se daba una ducha, se servía un trago,
encendía el tocadiscos. En materia de música, había dos cosas que le atraían y
le descansaban: los solos de guitarra y las canciones latinoamericanas. Hasta
el 72 había escuchado casi diariamente a Viglietti, Los Olimareños, Zitarrosa,
Soledad Bravo, Alicia Maguiña, Mercedes Sosa. Después que las cosas se
complicaron, los escuchaba menos y siempre con auriculares. No quería que
algunos vecinos recientes (los porteños del séptimo, los copetudos del noveno)
sacaran conclusiones políticas de sus preferencias musicales. Pero, a partir de
las llamadas, no tenía ganas de sentarse a escuchar nada, ni guitarra ni
canciones, nada. La ducha sí, el trago también, pero en vez de Narciso Yepes o
Víctor jara, prefería un segundo trago y a veces un tercero.
Hasta aquel martes de tarde en que, al cerrar
la ferretería, se encontró por azar con Alfredo Sánchez, no había hablado con
nadie de su problema. Durante diez años no había sabido de Sánchez, pero el
hecho de encontrarlo y también la satisfacción de que el otro a su vez lo
reconociera, lo arrancaron de su habitual discreción. Fueron a un café,
charlaron largamente, se pusieron al día. Sánchez había sido su compañero de
clase en los tiempos del liceo Rodó, cuando Agustín obtenía notas brillantes y
era el orgullo de los profesores y sobre todo .de las profesoras, y Sánchez en cambio
pasaba de año a duras penas, siempre con alguna previa de contrapeso, pero
salvándola al fin, tras pagar el odioso precio de quedarse sin vacaciones para
estudia como un condenado. Agustín siempre había percibido la callada- envidia
de Sánchez, o tal vez lo que él creía que era envidia o resentimiento y sólo
era timidez, retraimiento, cortedad. Agustín le ofrecía ayuda, lo invitaba a
que estudiaran y repasaran juntos, pero Sánchez, orgulloso y casi hosco,
siempre se negaba. Después, en Preparatorios, como Agustín se decidió por
química y Sánchez por abogacía, se habían visto bastante menos y quizá por eso
la relación había seguido cauces más normales. Años después, y sin que Agustín
recordara si había existido algún motivo concreto, sus vidas se habían
bifurcado.
Ahora, cuando repasaban en todos sus
detalles los respectivos itinerarios, Agustín registraba una curiosa
contradicción y se la decía sin ambages al compañero reencontrado: él, Agustín,
el ex brillante, ni siquiera había concluido Preparatorios (a la muerte del
viejo, tuvo que hacerse cargo de la ferretería y ya no pudo seguir estudiando,
o le dio' sencillamente pereza, al ver que su situación económica se
normalizaba) y Sánchez, en cambio, el estudiante que parecía mediocre y
avanzaba a los tumbos, ahora era abogado, tenía un estudio con dos socios de
primera, asesoraba a importantes compañías nacionales y extranjeras, era en fin
alguien mucho más encumbrado que el modesto ferretero. Además, Sánchez se había
casado, tenía tres hijos, dos niñas y un varón, le mostró las fotos, linda
mujer, preciosos chiquilines. Agustín, en cambio, solterón empedernido (no te
nía por qué mencionar a Marta) o sea que la soledad lo esperaba, agazapada,
implacable y paciente, qué se va a hacer. Y fue después de tanto intercambio,
de tanto repaso de antiguos profesores y compañeros de clase (Casenave murió,
¿lo sabías?, y el Pulpo, aquel de Matemáticas, se fue a los Estados Unidos y
allí es un capo, y la gordita Moreno se casó con un árbitro de fútbol, quién
iba a decir), fue después de tanta amistad recuperada, que Agustín abrió las
compuertas de la confidencia y por primera vez le narró a alguien su tortura
privada. Sánchez le dedicó una atención que Agustín le agradeció con el alma. Y
el remate de toda la historia (a esta altura ya no sé qué hacer, estoy
desoriendado, y además, a vos puedo confesártelo, tengo miedo) halló la sonrisa
franca, estimulante, del nuevo Alfredo. Así no podés seguir, qué esperanza, y
se quedó un rato pensando, con la mirada fija en la pared. Mirá, si han pasado
siete semanas y te siguen llamando y no te ha ocurrido nada, lo más probable es
que sea una broma o simplemente ganas de joder. Cuando ocurre una cosa así, uno
genera un miedo real, pero también, y es lógico que así suceda, uno inventa
otra porción de miedo. Vos que siempre supiste de música: ¿conocés un tango de
Eladia Blásquez que habla de los miedos que inventamos? «Los miedos que
inventamos / nos acercan a todos.» Ah, no estoy de acuerdo. Esos miedos que
inventamos son los más peligrosos. De ésos tenés que librarte, y con urgencia,
porque los miedos que inventamos son los únicos que nos pueden enloquecer.
Agustín, ha sido una suerte que te encontrara, o que me encontraras, porque voy
a sacarte del cepo. Este sábado vas a venir conmigo. Siempre paso los fines de
semana con la familia en un lindo rancho que tengo en las afueras, casi en el
campo. No me gustan las playas, sabés, demasiada gente, demasiado ruido. Yo soy
tipo de pastito y no de arena. Precisamente este sábado mi familia no puede ir
y no me gusta pasarla solo, así que te venís conmigo y se acabó. Allá tenés
libros, música, naipes, cuadros, televisor. Te hace falta un fin de semana sin
sobresaltos.
Así quedaron. El sábado, poco después del
mediodía, tras bajar la cortina metálica del comercio, fue recogido por Sánchez
en un flamante Mercedes. Almorzaron en un boliche medio escondido de la Ciudad
Vieja. Nadie lo conoce dijo Sánchez en tono casi conspirativo, pero aquí se como,
estupendamente. A Agustín no le pareció tan estupendo pero valoró el gesto y la
invitación. Se sentía bien, por primera vez en varias semanas. Narrarle a Sánchez
toda la ab surda historia había sido para él casi como haberla traspasado. Se
sentía más libre, casi sereno. Menos mal, che, que, me topé con vos, ya estaba
como para internarme, no sé si en el nosocomio, en el manicomio o en la morgue.
No digas pavadas, dijo Sánchez, y él no tuvo más remedio que reírse.
La carretera estaba fatal, o sea como en
cualquier tarde de sábado, pero Sánchez .no se inmutaba. ¿Qué te gusta ahora en
música? ¿Lo clásico? Sí, pero sobre todo guitarra. ¿Y en la canción? Bueno, rioplatenses,
latinoamericanas. Ah. ¿Viglietti? ¿Chico? ¿Los Olima? ¿Silvio y Pablo? Sí,
todos ésos me gustan. Decime Agustín: en música vos fuiste siempre medio
subversivo. No tanto, che, además, ahora es difícil conseguir esos discos. Por
supuesto, pero yo los consigo, tengo mis medios, qué te parece.
El rancho no era rancho sino espléndida casa,
con jardín y un cerco de troncos, bastante alto. Por los perros, sabés, explicó
Sánchez. Los perros. Eran verdaderamente impresionantes. Ante la presencia del
extraño se abalanzaron mostrando su admirable dentadura, pero Sánchez los llamó
a sosiego: ¡tules! Jim! Hay que tener estos bichos, no hay más remedio, ha
habido muchos robos y asaltos en la zona, y además aquí estamos
demasiado aislados, más vale prevenir. Quien se encargó de adiestrarlos fue mi
primo el comisario (eh, no pienses mal) y por eso son una garantía, mejor que
todas las armas y las alarmas. Hay un viejo que viene todas las tardes (camina
como un quilómetro, pero él dice que le hace bien) a darles de comer. Menos los
fines de semana, porque venimos nosotros.
Cuando pasó, no demasiado tranquilo,
entre Jules y Jim (es mi modesto homenaje a Truffaut, te acordás de la
película, a mí me encantó), Agustín se asombró de su tamaño. ¿Y los tenés
siempre sueltos? Claro, encadenados no me servirían. Además, si estamos
nosotros aquí, los de la familia, obedecen y no atacan, pero cuando vengo con
los botijas y salen a jugar al jardín, entonces sí los ato, por las dudas.
El interior del «rancho» era muy confortable.
Sánchez le mostró la habitación que le había destinado y le ofreció ropa
liviana, para que se cambiara, bah creo que tenemos el mismo talle, después si
hace frío encendemos la estufa. Mientras Sánchez aprontaba los tragos, nada
menos que Chivas, Agustín fue revisando los libros, los discos, las casettes.
Había para todos los gustos. ¿Quién iba a pensar que aquel botija taciturno,
medio lerdo para los números, casi un pichón de hipocondriaco, se iba a
convertir con los años en este tipo abierto, enterado, comprensivo, que sabía
vivir, y que hasta lo había empezado a curar de su miedo inventado? Mirá
Agustín, con las amenazas pasa como con los perros bravos: si les tenés miedo,
se te echan encima. Si en cambio los afrontás con serenidad, entonces te
respetan.
Cuando sonó el teléfono, a Agustín casi se le
cae el vaso. Sánchez advirtió su sofocón, tranquilo viejo, aquí no te va a
llamar nadie, aunque sea sábado. El mismo atendió la llamada, escuchó con aire
de sorpresa y no te preocupes, salgo enseguida, andá llamando al médico para
ganar tiempo. El gesto era más de fastidio que de preocupación. Qué pasa. Nada,
nada, anoche el más chico de los pibes tenía un poquito de fiebre pero ahora de
golpe le subió a casi cuarenta. Es bastante frágil, sabés, así que cada vez que
se enferma mi mujer se muere; del susto. Puta qué lástima, tengo que
irme.
Voy contigo, dijo Agustín. De ningún modo,
vos te quedás aquí, descansando, tranquilo, recuperando fuerzas, leyendo lo que
quieras, escuchando guitarra (tengo a Segovia, Julien Bream, Carlevaro, Yepes,
Williams, Parkening, podés elegir) o lo que se te antoje. Nadie sabe que
viniste, así que nadie te va a llamar. Ahí te queda la heladera, llena de
carne, verduras, fruta, bebidas, como para que te alimentes una semana a cuerpo
de rey. Pero yo de cualquier manera vengo a buscarte mañana por la tarde, a más
tardar. Eso sí, no salgas al jardín. Por los perros, entendés, te saltarían
encima, por eso las ventanas tienen rejas, aquí estarás tranquilo. Te hace
falta reposo. Y tranquilidad. Aprovechate, gaviota.
Sánchez recogió rápidamente el bolso, la
boina, el llavero, que al entrar habían quedado sobre una mesa ratona. Antes de
salir le dio un semiabrazo. Que no sea nada lo del botija, dijo Agustín. No te
preocupes, se pondrá bien, ya conozco esos vaivenes, es más el susto de mi
mujer que la fiebre del chico. Pero tengo que ir.
Y, cuando ya salía, me dijiste que te gustan
los Olima ¿no? Mirá, en aquel estante está su última casette. Donde arde el
fuego nuestro. Me la mandaron de Barcelona unos amigos. Te la recomiendo, sobre
todo la cara B, donde figura Ta' llorando, es para conmover hasta las piedras.
Y además es clandestina, así que sos un privilegiado, no te la pierdas.
Cerró la puerta con un golpe seco. Agustín
escuchó los ladridos de los perrazos (¡tules! ¡Jim! ¡Quietos! ¡Basta!) y luego
el Mercedes que arrancaba. Estaba un poco desconcertado por el inesperado
cambio de programa. Así y todo, se dispuso a pasarla lo mejor posible. Pobre
Sánchez, con la buena voluntad que había puesto para que él se recuperara. Se
quedó saboreando y terminando el segundo Chivas y mirando uno a uno los
cuadros. En realidad eran reproducciones (Miró, Torres García, Pollock, Chagall)
pero excelentes. Había que hacer balance. De pronto toma una decisión. Si llega
a librarse de los miedos inventados y, por supuesto, también de los reales, se
casará con Marta.
Lo sobresaltó un ruido en la ventana y
distinguió, tras las rejas, las cabezas impresionantes de Jules y Jim. No
ladraban, simplemente lo miraban con fijeza, como asegurando un objetivo.
Evidentemente, esos mastines no eran un símbolo de hospitalidad, así que empezó
a mirar los discos y las casettes. Qué estúpido, no le había pedido a Sánchez
el número de su teléfono en la ciudad, para llamarlo más tarde y preguntarle
cómo sigue el botija. Así y todo, aunque con vestigios de recelo, se acercó al
teléfono y levantó el tubo. La línea estaba muerta. Se ve que con la última llamada
se estropeó. Mejor, así estoy seguro de que el de los sábados no llama. Otra
vez las casettes. Eligió una de Segovia y también la de Los Olimareños que le
recomendara Sánchez. Colocó la del guitarrista y oprimió la tecla play.
Con la cajita en una mano y el vaso en la
otra, fue siguiendo el repertorio mientras escuchaba: Fantasía, Suite, Homenaje
ante la tumba de Debussy, Variaciones sobre un tema de Mozart. La guitarra
sonaba cálida y acogedora en aquel ambiente que, de tan impecable, parecía
virgen de ocupantes. Aprovechó aquella paz (sólo perturbada por la visión de
Jules y Jim en la ventana) para examinar el desasosiego de sus últimos y
penúltimos sábados. Mañana, cuando Sánchez venga a buscarlo, le diré que, gracias
a él, ya se siente libre de Los Miedos Que Inventamos. Sólo le queda el Miedo
Real, pero ahora sí tiene la impresión de que éste es menos grave, más
gobernable. La guitarra concluye grave y melancólica y el aparato se frena
automáticamente. Retira la casette de Segovia y pone la de Los Olimareños (se
fija bien que sea la cara B) pero antes de oprimir de nuevo la tecla play, se
sirve otro Chivas y toma un trago largo. Es cómodo y simpático el ranchito,
jajá, del amigo Sánchez, del amigazo Alfredo Sánchez. Carajo estoy borracho, se
dice al advertir que la enorme estantería va perdiendo nitidez, entremezclando
sus colores. ¿Cómo será ese Ta' llorando? Oprime por fin la tecla, hay un
espacio de zumbante silencio, y luego el formidable equipo estereofónico se
limita a decir hola Agustín, te vamos a mata¡, no sabemos si en esta semana o
en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín.
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