Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay, en 1878.
Se lo considera el maestro del cuento latinoamericano. Fue cuentista, dramaturgo y poeta.
Murió en Buenos Aires, Argenina, en 1937, por la ingesta de cianauro, decisión que tomó al enterarse de que padecía cáncer de próstata.
Su obra: Los arrecifes de coral (poemas); El crimen del otro (cuentos); Los perseguidos (cuentos); Historia de un amor turbio (novela); Cuentos de amor, de locura y de muerte; Cuentos de la selva; El salvaje (cuentos); Los sacrificados (teatro); Anaconda (cuentos); El desierto (cuentos); La gallina degollada y otros cuentos; Los desterrados (cuentos); Pasado amor (novela); Más allá (cuentos); Diario de viaje a París.
Las moscas
Réplica del hombre muerto
Al rozar el monte, los hombres tumbaron
el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado
contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza
en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a
todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto
era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado
perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas.
Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En
algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo,
después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco
sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde
hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que
lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las
manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima
y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del
suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para
extinguirse de una vez.
Esta
es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda.
Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo,
en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero
flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante
voy a morir.
¿Pero
cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada
conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie
se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad
alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las
lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y
cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero
de calzado.
¡Y
nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal
acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado,
desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede
contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse
sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es
el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta
es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el
alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del
instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura
psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con
el rostro fijo para siempre adelante?
El
zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa
tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta
amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una
tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de
hombres decapitados.
Quiero
cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde
cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los
observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces
-dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí
-responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes
olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción
del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan
sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es
el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de
olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas
entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo,
y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A
usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca
entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el
camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…?
Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y
bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son
ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en
el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo,
conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima
descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros,
tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han
acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las
proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El
médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas
he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una
beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a
ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la
ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del
espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo
ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al
pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar
vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata
desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar,
volar…
Y
vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol
que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
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